Una historia del pasado…
Había una vez una reina caprichosa y mal aprendida, no era culpa de ella sino de la escuela primaria, secundaria y la universidad, ¡Y de los maestros y profesores de cada una de esas casas de estudio!
Para quedarse reinando por siempre jamás, un día imaginó que podía quitarles todo, todito, todo, a los que trabajaban la tierra de sol a sol, pero esa gente se rebeló … se reveló, y el pueblo comprendió que la reina se había excedido.
¡No fue culpa de ella sino del pueblo!.
Entonces la reina pensó que no importaba lo que hiciera, la cuestión era cómo lo comunicaba y así empezó a dibujar la realidad en sus discursos , hablaba de “abundancia “,”destituyentes” “genios/as”, “conspiradores”, “occupas”, “dar la vida “…
¡No fue culpa de ella, sino de los medios de comunicación!
Un día hubo elecciones en dos países vecinos y los adversarios – (el que ganó y el que perdió) – decidieron ayudarse mutuamente en bien de su Patria. La reina se enojó cuando se lo contaron.
¡No era su culpa, sino la de los extranjeros locos a los que se le ocurrió tratarse bien!
Todo ésto pasó hace mucho tiempo, los historiadores llamaron a esa época: “Los años de la culpa” . -No por la pobre reina, que ya no tenía remedio. La culpa de los que sin cometer delito ellos mismos, permitieron -indiferentes- que otros los cometieran.
Verano del 2060
Elida Costa, Escritora
El Ajuar Federal
Buenos Aires, 1840
La habitación apenas estaba iluminada por el pabilo de una vela. El ambiente olía a encierro y amargura.
Sentada junto a la luz, se encontraba María Teresa. Era una criatura llena de silencios y con el espíritu quebrado por los sufrimientos que aquejaban a su familia.
De vez en cuando, un suspiro se escapaba de sus pálidos y finos labios. No era lo que se dice una belleza, pero llamaba la atención por su expresión bondadosa y serena. Sus ojos castaños estaban rodeados de unas pestañas largas y rizadas.Cada tanto una lágrima huérfana se deslizaba silenciosamente por sus pálidas mejillas.
Su labor estaba casi lista. Sólo faltaba dar una o dos puntadas para concluir finalmente su ajuar de novia.
Habría podido aceptar su destino sin revelarse, si el coronel Lucio Tejada, federal nato, no hubiera osado posar su mirada de soldado hambriento sobre su larga y reluciente cabellera.
Esa fatídica mañana, la cual iba a sellar su destino, se encontraba en misa de seis. El encaje de su mantilla blanca contrastaba con sus cabellos negros azabache, destacando su figura en la penumbra de la iglesia.
El hombre recién llegado del frente sintió que un rayo lo traspasaba cuando reparó en ella. Después de los horrores del campo de batalla, la visión de la muchacha que escuchaba la misa fue como un bálsamo para su atormentada alma.
A partir de ese momento no conoció paz, hasta que un espíritu misericordioso le susurró al oído:
-Se llama María Teresa y es hija de una familia unitaria.
No perdió el tiempo y averiguó cuanto pudo sobre ella: al morir el padre, degollado por la Mazorca, perdieron las tierras y los bienes en manos de los federales. La madre no pudo reponerse de tanta desgracia y pasaba gran parte del día postrada en su lecho.
Cuando el coronel Lucio Tejada pidió permiso para frecuentar la casa, nadie se atrevió a negarse por medio a futuras represalias. El pedido de mano se realizó en presencia del notario de la familia. A pesar de no estar de acuerdo, el hombre de leyes no pudo impedir que el coronel siguiera con sus planes.
María Teresa sabía que desde ese momento su vida iba a quedar unida a uno de los asesinos de su padre. Aceptó sumisa el destino que le habían dispuesto con una única condición: ella misma se cosería su ajuar y no vería a su futuro esposo hasta el momento de la ceremonia.
El coronel aceptó sin trabas las disposiciones de su prometida. No podía creer en su suerte. ¡Hacerse de semejante tesoro sin presentar batalla!
Le regaló cortes de tela traídas de la Francia para que bordase y cosiese sus prendas.
Todas las noches María Teresa trabajaba en su costura mientras la vela se consumía lentamente. A medida que aumentaba el volumen de su ajuar, disminuía la energía de la novia. Su cutis lozano y fresco había sido reemplazado por una palidez enfermiza. Sus curvas femeninas y suavemente redondeadas habían desaparecido, dejando lugar a una delgadez extrema.
El día de la boda amaneció frío y lluvioso. Encontraron a María Teresa muerta sobre su cama. Una palidez amarillenta cubría su cuerpo. A un costado del lecho estaba el ajuar de novia. Llamó la atención el color de las prendas, las cuales no eran del blanco tradicional, sino de un rojo fuerte.
El ajuar federal, como se lo llamó con el tiempo, había sido confeccionado con hilos de seda impregnados en la sangre que ella había derramado de los profundos tajos con los que día a día desfiguraba su cuerpo, mientras lo cosía a la luz de la vela en esas largas noches de primavera.
Camucha Escobar, Escritora
Don Fernando Grigera
Don Fernando Grigera sabía que la muerte le andaba rondando. Lo sentía en sus huesos viejos y cansados, pero también lo presentía en su alma, atormentada por la culpa que lo rondaba como alma en pena, y en su corazón, que era un cementerio de malos recuerdos. Los acontecimientos se desarrollaron de tal forma, que el presente se entretejía con el pasado, formando una telaraña sorprendente.
Don Fernando era un gaucho de pura cepa que hacía honor a su estampa: un pañuelo batará le ceñía el cuello, la camisa blanca, amarilleada con el tiempo y los lavados, y unas bombachas gastadas por el uso diario, completaban su vestimenta. Ese día no usaba botas sino un par de alpargatas viejas.
Estaba sentado a la sombra fresca de los eucaliptos mientras tomaba mates y su mirada turbada se perdía en la vasta pampa. El dolor le cruzaba su expresión, marcada por el sufrimiento. El pasado volvía de sus cenizas, acosándolo sin remedio. La noche anterior, una jauría de perros cimarrones había atacado a las ovejas. Se despertó con el balido lastimero de los corderos, sacó la escopeta cargada y se dirigió al lugar del hecho. Pero fue muy tarde. Los animales yacían en un charco de sangre espesa, algunos malheridos y otros, muertos. Ya nada podía hacer por ellos. Les disparó un tiro de gracia a los pobres desgraciados, para acabar con tanto sufrimiento. Pasaron unos instantes cuando sintió que lo están observando. El jefe de la jauría lo desafiaba con una mirada propia de los humanos. Se dispuso a dispararle, pero le pareció ver una figura femenina entre los animales salvajes. El terror se apoderó de el, y dejó caer el arma. La escena parecía una repetición dantesca de la que le había tocado vivir mucho antes.
Treinta años atrás, su mujer había parido su primer hijo. Era una niña preciosa, de cabellos rubios y ojos color del cielo. Apenas la vio, el hombre le dirigió una mirada feroz, llena de ira y celos, y le dijo a su esposa: “Esta cría no es mía”.
El hombre actuaba guiado por los principios rudimentarios de la naturaleza. El tenía cabellos y ojos oscuros, la piel morena. Su mujer era una criolla que hacía honor a sus antepasados mestizos: cabello negro, piel color canela.
Por más que la mujer lloró, le juró y perjuró que la criatura era suya, Don Fernando no le creyó. Actuaba con calma, no perdía con facilidad la sangre fría, pero en su interior se retorcía de los celos. El odio concentrado le iba afectando el cuerpo. Había adelgazado, y unos círculos violáceos rodeaban sus ojos oscuros. En poco tiempo se había convertido en un espectro.
Una mañana de verano, la mujer se encontraba lavando la ropa en el patio y la criatura estaba acostada en el canasto. La madre le estaba cantando canciones de cuna, cuando de pronto escuchó unos ladridos de perros, que se iban acercando. Se dio cuenta de que eran perros cimarrones cuando ya fue muy tarde.
Con un grito desgarrador, corrió hacia el canasto, pero uno de los perros la atacó en el trayecto.
Don Fernando había observado la escena desde la ventana. Se tomó su tiempo, buscó la escopeta, y con un disparo certero mató al perro que atacaba a su esposa. Cuando se acercó al canasto, la criatura ya no estaba.
Después de los terribles acontecimientos, que laceraron no sólo el cuerpo, sino también el alma de la joven, la mujer fue perdiendo la cordura y finalmente el esposo tuvo que internarla en un hospicio.
A pesar de estar convencido que había hecho lo correcto, noche tras noche, pesadillas negras poblaban su sueño, despertándose con el rostro bañado en lágrimas y un sabor amargo en la boca.
El golpe final llegó con los años. Recibió un baúl de España, herencia de su abuela materna, a quien no había conocido. Estaba lleno de recuerdos de familia: había mantillas, abanicos, adornos, vestimentas… pero lo que lo dejó sin habla fue un retrato de su abuela: una rubia, alta, bonita y con ojos color del cielo.
Camucha Escobar, Escritora